Recuerdo el primer Buen Samaritano que conocí. Yo sólo había estado en este mundo
tres o cuatro años, cuando mi padre falleció en la miseria y los acreedores vinieron y se
llevaron todo lo que teníamos. Mi madre viuda tenía una vaca y algunas cositas más, y era una terrible lucha evitar que el hambre llamara a nuestra puerta.
Mi hermano fue a Greenfield y se empleó en un negocio, asistiendo de noche al colegio. Se sentía tan solo que quería llevarme a mí, pero yo no quería salir de mi casa. Un día frío de noviembre, mi hermano vino y nos dijo que tenía un empleo para mí. Esa noche era muy larga, pues yo no tenía ninguna gana de alejarme del hogar materno.
A la mañana salimos. Llegamos hasta lo más alto del camino, y nos detuvimos para mirar a la vieja casa. Nos sentamos y lloramos. Yo creía que iba a ser la última vez que vería el viejo hogar. Lloré todo el camino hasta llegar a Greenfield. Allí mi hermano me presentó a un hombre que era tan viejo que ya no podía ordeñar las vacas ni hacer los trabajos de la chacra. Yo debía ayudarle e ir a la escuela. El hombre me parecía de carácter muy agrio. Miré a la viejita, que tenía un aspecto más agrio todavía. Me quedé una hora que me pareció una semana. Entonces fui a verlo a mi hermano y le dije que me iba de vuelta a casa.
- ¿Para qué quieres volver a casa?
- Porque me siento triste y enfermo.
- Te va a pasar dentro de algunos días.
- No me va a pasar nunca. Quiero irme a mi casa.
Entonces mi hermano me dijo que ya era de noche y que me perdería si saliera a esa hora. Yo me asusté y le dije que dejaría la partida para el día siguiente. Entonces me llevó a ver la vidriera de un negocio, donde había cortaplumas y otras cosas interesantes, y trató así de entretenerme.
Pero ¿qué me importaban a mí los cortaplumas? Yo quería volver a casa con mi madre y mis hermanos; parecía que me estallaba el corazón. Por fin me dijo mi hermano: - Dwight, allí viene un hombre que te va a dar una moneda.
- ¿Cómo sabes que me la va a dar?
- Porque a todos los chicos que recién llegan al pueblo, les da una.
Me sequé las lágrimas, pues no quería que el viejito me viese llorando, y me puse en medio de la vereda para que me viese bien. Recuerdo cómo me miró mientras venía caminando dificultosamente. ¡Qué rostro alegre tenía! Cuando llegó hasta donde yo estaba, me quitó el sombrero, me puso la mano en el hombro, y le dijo a mi hermano: -
Es un muchacho recién llegado, ¿verdad?
- Sí señor; llegó hoy.
Entonces comencé a observarlo para ver si me daba la moneda. Pero comenzó a hablar, y lo hizo con tal bondad que me olvidé de ella.
Me habló del único Hijo de Dios, enviado al mundo, y de cómo los hombres malvados lo mataron; me dijo que murió por mí. Sólo me habló durante algunos minutos, pero me cautivó completamente.
Después de este pequeño sermón, metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de cobre, nuevecita, una moneda que parecía de oro. Me la dio, y nunca me he sentido tan rico como en ese instante. No sé qué suerte corrió esa moneda. Siempre lamento no haberla conservado. Pero hasta el día de hoy me parece sentir la mano del viejito sobre mi cabeza. Han pasado cincuenta años, y todavía puedo oir sus palabras llenas de dulzura.
Esa moneda me ha costado muchos dólares. Nunca he podido andar por las calles de este país u otro, sin meter la mano en el bolsillo y sacar monedas para todos los chicos pobres que encuentro por el camino. Pienso en la manera en que el anciano me quitó una carga a mí, y quiero ayudar a quitar las cargas de los demás.
¿Quieres parecerte a Cristo? Ve y busca a alguien que haya caído, abrázalo y levántalo hacia el cielo. El Señor te ha de bendecir en el mismo instante. Que Dios nos ayude a ser y a hacer como el Buen Samaritano.