“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque soy
hombre inmundo… y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto
tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí
la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?
Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí.” Isaías 6:5-8
En el capítulo cinco del libro del profeta Isaías encontramos
seis “Ayes” o exclamaciones de juicio sobre el pueblo de Dios, pero
faltaba el séptimo y principal. El primer Ay es para aquellos
acumuladores de bienes raíces. Materialismo ambicioso, v.8 El segundo es
para los “parranderos”, una vida sensual y libertina, v.11. El
siguiente, en el verso 18, está dirigido a los que desafían a Dios y
viven como si Él durmiera ante su iniquidad. El verso 20 es una gráfica
del relativismo moral que hoy nos envuelve, y como ves no es nuevo. (Te
recomiendo que lo leas) El quinto Ay está dirigido a la supuesta llamada
ciencia, v.21, y el sexto en el verso 22, a los bebedores, que nunca
faltan. A esos que se envalentonan con unos tragos pero en el fondo son
completos cobardes. Pero llegamos al capítulo seis y el profeta es
trasportado en espíritu a un lugar en el cielo que le cambiaría
radicalmente su vida. Era un año difícil para Isaías, había muerto su
gran amigo y rey, Uzías. Pero aunque había caos en la tierra Dios
manifiesta su soberanía en el cielo: “Estaba el Señor sentado en su
trono”. El clima de santidad extrema que rodeaba la escena despertó en
el profeta conciencia de pecado, de muerte, y de labios inmundos, y
exclama un Ay que todos debemos aprender a exclamar: “Ay de mí que soy
hombre muerto.” Como si Dios torciera el dedo acusador de Isaías y se lo
apuntara a Él mismo para decirle: Y tú ¿Qué?... Nadie está limpio ante
mi trono. Sólo allí, en confesión sincera, en arrepentimiento de alma y
reconocimiento de mi pecado es que estoy listo para ser usado por Dios.
“Después de esto oí la voz que decía: ¿Quién irá? y respondí: Heme aquí,
envíame a mí”. Convicción, confesión y comisión. Deja de juzgar a los
demás y mírate frente al espejo de su gloriosa santidad.